jueves, 15 de febrero de 2018

Mi amiga Julia (sobre el Síndrome de Angelman)

Julia (nombre ficticio) y yo nos juntamos a jugar dos veces por semana. Montamos a caballo, cantamos canciones y, sobre todo, nos reimos mucho.

Cuando Julia llega al espacio a mí me gusta ir a buscarla a su coche. Nos coge de la mano y nos vamos acercando al lugar donde está Betty, su yegua. La forma de caminar de Julia está marcada por las emociones. El lugar donde nos juntamos a jugar es un sitio lleno de significados para ella y su familia, su gran tesoro.

Dicen que los irlandeses tienen diez tipos diferentes de lluvia y a cada una de ellas le dan un nombre concreto. Entonces pues, pasa lo mismo en el idioma de Julia para definir las sonrisas. Conocerla es darse cuenta de que se puede sonreír de diez (o de diez veces diez) formas distintas y cada una de esas formas está llena de significado, intensidad, motivo, forma, cuantía, duración...

Julia tiene un tesoro. El tesoro de Julia es muy valioso, se llama familia y es, sin lugar a dudas, una familia llena de gratuidad y optimismo. Estoy seguro de que la culpable de ello es, precisamente, esta niña ladrona de corazones y donante de felicidad. 

Quienes solo la conozcan por lo que se escribe sobre el Síndrome de Angelman pensarán que siempre sonríe. No es así, sabe qué quiere, sabe qué le gusta y nos lo hace entender. El problema es que Julia es una maestra del extraño arte de escuchar con los ojos, de sentir con el alma.

Una de las grandes suertes que me ha deparado Caravaca ha sido conocer a Julia. Quizás nuestros caminos estaban cruzados, eramos dos lineas de esas que al no ser rectas se cruzan en algún lugar. Antes del infinito, porque las matemáticas no fallan. El punto de encuentro se llamó Betty. Estos animales siempre guardan algo y esta yegua guarda la gran estrofa de "abracadabra, pata de cabra; pún". Ese momento es el culmen, es el encuentro.

Julia, esta tarde nos vemos. Con Betty, claro.

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